A la orilla de las vías
Recuerdo perfectamente aquel día, siento que marcó mi vida por completo: la vida me dio una lección. Desde muy temprano desperté porque sabía que ese domingo sería muy largo. Me empeñé en juntar a mi familia y preparamos una cazuelada de arroz y otra de carne con verduras; la comida olía de-li-cio-so. Fracasé un poco en el plan porque solo logré que mis padres y uno de mis hermanos se uniera. Con muchos ánimos empacamos la comida, platos, cucharas y cinco rejas de agua que habíamos comprado. Aquellos alimentos fueron nuestro “granito de arena” para ayudar a los migrantes que caminan a un costado del tren La bestia, en un tramo férreo que pasa a 20 minutos de mi casa.
Sabíamos lo que nos esperaba puesto que habíamos ido dos ocasiones atrás a llevarles agua a los migrantes. Para llegar a la vía, recorrimos terracería; en lo más lejano y solo, encontramos a aquellos que con miedo dan pasos de fe. Nuestra sorpresa fue al encontrar a un grupo de aproximadamente 15 personas entre los que viajaban niños, jóvenes y adultos. Con prisa acabaron con sus alimentos y agradecieron infinidad de veces nuestra labor. Pasó el tren; algunos se acercaron e ingenuos le hicieron señas al conductor para que bajara su velocidad y pudieran subir, pero no fue así. Yo, ingenua también, cerré los ojos porque creí que en sus intenciones estaban las de saltar y subir al tren, pero tampoco fue así.
No solo sabía que aquellas personas eran amables y agradecidas, sino que de aquel grupo también aprendí sobre solidaridad, apoyo y empatía. Siguieron su camino no sin antes agradecer y nosotros también seguimos el nuestro. Continuamos en la vía con el fin de llegar al refugio para migrantes que se encuentra en Huehuetoca; nuestra meta era esa puesto que una gran cantidad de personas se encuentran en la zona ya que son desalojadas antes de lo que el reglamento del sitio dictamina. Desalentador para un lugar que intenta ayudar. Llegamos ahí y entristecimos, temíamos que la comida no alcanzara para la cantidad de gente que se encontraba sentada en una milpa a lado de unos árboles que utilizaban como sombra.
Como ya era costumbre, papá se bajó del carro y dijo con voz un poco alta: “¿Quieren un taco?”. Todos se acercaron con prisa. Mientras mi familia servía la comida y mi hermano repartía botellas de agua, yo observaba y me dolía, me dolía mucho. Yo deseaba que ellos tuvieran lo mismo que yo; que aquellos niños y jóvenes fueran a la escuela, que aquel niño de nombre Harol tuviera sus tres comidas diarias, que el señor que predicaba la biblia estuviera con su familia, que aquel grupo tuviera calzado, comida y educación, así como yo las estaba teniendo. Deseé lo mejor para ellos; con amabilidad me acerqué a escucharlos, y con amabilidad ellos me recibieron.
Terminaron de comer y reunieron la basura; de aquel grupo aprendí disciplina, solidaridad, lucha, empeño, valentía… pero, sobre todo, a valorar mi entorno. Después de algunas pláticas con agradecimiento nos despidieron. La comida se terminó, era hora de volver a casa; pienso en esos regresos después de conocer a los migrantes de las vías y no puedo pensar en otra cosa que no sea enseñanza, tristeza y enojo. Todos íbamos callados en aquel carro. Yo sabía que, pese a que mi familia fuera una roca, a ellos también les estaba doliendo.
Avanzamos lento y de pronto el día cambió, cambió por completo. Nuestros ojos vieron a una persona a un costado de la vía, era un hombre, se encontraba tirado con la cabeza un poco hundida en la tierra, estaba vestido y solo. Parecía muerto. Nos asustamos, nadie dijo nada, el silencio gobernó en todo mi mundo en ese momento. Pasamos a un lado de él y no se movió. Nosotros no intentamos moverlo. Yo no intenté moverlo. Seguimos nuestro camino.
Entre mí dije “es un migrante” y, sin aguantarme, lo dije frente al resto de mi familia: “es un migrante”. Todos callaron, nadie dijo nada en lo que restó del trayecto a casa. No sé con certeza si el hombre era o no migrante, si estaba o no muerto, pero lo que si sé es que la historia nos ha mostrado que ese es el fin de muchos. Para mí, aquel hombre representa el muro en el que México se ha convertido: es México jugando a ser la policía migratoria del país vecino, es México y las fosas clandestinas encontradas en Tamaulipas pos a la matanza de 72 migrantes en San Fernando, es el México indiferente; es AMLO jugando a no ser castigado por TRUMP, son problemas arancelarios que no tienen cabida en políticas migratorias; son muros, muros mentales.
Ahora, a pesar de que ha pasado tiempo desde aquel hecho, no solo recuerdo al hombre tirado en las vías: recuerdo los nombres y rostros de muchas personas que salieron en busca del tan famoso sueño americano, recuerdo sus historias y enseñanzas, recuerdo a Harol y a su padre, recuerdo la historia de aquella mujer que llorando me dijo que había salido de su hogar porque la extorsionaban, recuerdo al joven que me preguntó que si yo estudiaba y al contestarle que sí me dijo: “a mí me hubiera gustado mucho estudiar”, recuerdo escuchar del niño de ocho años que perdió la pierna al bajar del tren, recuerdo lo agradecidos que fueron con mi familia y conmigo al recibir una porción de lo que por derecho merecen, recuerdo el miedo y la angustia en sus rostros al hablar de los peligros que les esperaban al llegar al norte del país; los recuerdo, los recuerdo mucho y todos los días leo y hablo de ellos, porque se lo merecen, porque se los debo.
Y entre todo lo que recuerdo y pienso, me duele que esto no sea un cuento sino una vivencia. Estoy enojada, porque día con día, tú y yo seguimos violentando a cada una de esas personas al no darles voz, estoy molesta porque los están arrestando en nuestras fronteras como si fueran criminales que cargan con delitos peligrosos, estoy molesta porque olvidamos que por años fuimos los principales expulsores de migrantes y ahora nos indignamos como si tuviéramos cara para ello.
De corazón espero que tú también estés enojado y que eso sirva para pelear por los derechos de aquellos migrantes que solo buscan el tan famoso…sueño americano.
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